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viernes, 9 de septiembre de 2016

Operaciones oníricas

Estaba en un cuarto de sanatorio de 3 camas.
En la del extremo izquierdo junto a la ventana, Nico, el asistente del seminario de improvisación teatral, estiraba y contraía su cuello (tal como hacen los mimos con sus orejas pero él lo hacía con su cuello que se alargaba y hacía que su cabeza ascendiera y descendiera en vertical), luego sacaba la punta de su lengua y con los labios unidos daba un beso en el aire señalado el sitio exacto donde se encontraba cada uno de los tres tumores que la mujer acostada entre él y yo tenía alojados en el abdomen, uno al centro, debajo de las costillas, y los otros dos en la parte baja, casi paralelos y equidistantes del ombligo y de las caderas.
Apolo, mi maestro de dramaturgia, con guardapolvo y barbijo de cirujano, juntaba la punta de los dedos de la mano derecha debidamente enguantada y sustraía los tumores en el aire sin tocar a la paciente.
Cuando a operación estuvo concluída comenzó a picarme la garganta.
Con la nariz tapada sentí que me ahogaba, salté de la cama que ocupaba en el extremo derecho de la habitación y tomé la copa de vino que Apolo tenía dispuesta para celebrar el éxito de la intervención.
Ignacio Apolo me miró algo admonitorio y curioso al ver que tomé su copa. Señalé mi garganta cerrada, entendió, asintió, tomé un trago para dejar entrar el aire, pero no dio resultado.
Me desperté tan ahogada como en el sueño y eché mano del sifón de soda y el vaso que siempre tengo a mano junto a mi cama para estas ocasiones.
Hicieron falta varios tragos para poder volver a respirar.

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