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domingo, 20 de abril de 2014

entre el me moiro y el ti ammazzo

En mi familia la muerte siempre, pero siempre, fue considerada una tragedia. No importa que alguien se hubiese muerto de viejo, de muerte natural, o joven por alguna enfermedad o accidente (situaciones por las que mis padres ya habían pasado con varios seres queridos) siempre la reacción ante la muerte fue trágica. Debía tener 3 o 4 años cuando, una noche, mis padres me despertaron para avisarme que se había muerto la tía María. Dos o tres veces en mi vida habré visto a la tía María (que en realidad era hermana de mi abuela parterna y tía de mi papá) antes de ese día, pero la presencia, inusual en casa, de mi tío Pichón (hermano de mamá) y de mi tía Luisa (su esposa), con la función preestablecida de quedarse a cuidarnos, me hizo comprender que algo fuera de lo habitual en la vida cotidiana había pasado. No era nada común que se nos despertara a los chicos una vez entrados en sueños. Salvo muchos años más tarde, aquella noche en que mi papá me despertó para ensartarme un chirlo por haber escrito en las paredes recién pintadas. Sacando ese ejemplo, había que tener un motivo de peso para despertar a los críos de la casa y la muerte de la tía María dejó al menos en evidencia el hecho de ser uno de esos motivos. Durante los días posteriores la vida parecía continuar normalmente para todos, y así lo tomé hasta que descubrí en el rostro de mi papá una tristeza profunda que nunca le había visto. Creo que fue por eso que registré que había sucedido algo irremediable. Y me parece que eso fue lo que, queriendo o no, se me trasmitió en ese momento. Que la muerte, ya sea inesperada o no, era trágica porque era irremediable. Me recuerdo en el fondo de mi casa, especulando qué pasaría si yo me muriera o se muriera alguien de mi familia cercana (mis padres y mis dos hermanos). Convencida como estaba entonces de que había un cielo donde todos iríamos a parar a menos que fuéramos malas personas, y segura como también estaba de que ninguna de las personas de las que no me quería separar a los cuatro años porque constituían toda mi vida, eran buenas personas, lo más trágico de la muerte me parecía que era la espera hasta volver a encontrarme con esta gente en el cielo. Concluí que lo único que tenía que hacer en la vida era esperar y dejar que pasara porque, más tarde o más temprano, volveríamos todos a estar juntos en el cielo. En estas elucubraciones andaría cuando un día, sentada llorando en el cordón de la vereda de mi casa, me encontró una vecina que venía con las bolsas de hacer las compras. – ¿Qué te pasa, porqué llorás? –me preguntó preocupada porque en la Ciudad Evita de mi infancia, los vecinos de la cuadra eran la otra familia. – Se murió la tía María –contesté como si eso, y no la conciencia de la posibilidad de la propia muerte, fuera toda la respuesta para ese llanto. Entonces la vecina me invitó a su casa, me lavó la cara, me dió una galletita con miel y arruinó todo el consuelo con la siguiente indicación: – Bueno pero no llores, porque si llorás y Dios te llega a ver se enoja. – ¿Y si me encierro a llorar en la despensa? –quise negociar. – No importa donde te escondas, Dios siempre te ve. Ese consuelo terminó por hundirme en la desesperanza y me llenó aún más de miedo. Si al demostrar mi pena por algo enojaba a Dios ya no era tan seguro que al final de esta rueda termináramos estando todos juntos. Entonces decidí que lo único que podía hacer en la vida para asegurarme el cielo era ser feliz y eso, a los 4 años, se veía tan sencillo. Yo me crié entre el me moiro y el ti ammazzo. Hija de yiddishe mame y de típico padre tano, aunque ambos fueron hijos de inmigrantes nacidos en Argentina, conservaron con devoción el uso abusivo de la imagen mortuoria a la hora de la educación de los hijos. Ellos ya habían tenido lo suyo con los propios padres de modo que no teníamos ni el más mínimo derecho a esperar que esa descendencia nos saliera gratis. El estilo culpogeno materno tenía al menos tres registros: El consabido "Vos anda, divertite y no te preocupes por mí que acá me quedo sola y abandonada", era el más suave. En la otra punta estaba el me moiro in extremis. Solía suceder a descubrimientos no deseados. Los motivos podían ir desde recibir la noticia que mi padre tenía que viajar al Congo Belga por trabajo y ella se iba a quedar sola, absolutamente sola, con nosotros; o terminar por enterarse de algo que no hubiese querido saber, como que su hija era sexualmente activa sin haberse casado todavía. Era en esos casos cuando, la reacción desmedida, la caída inmediata en el pozo de su angustia. evidenciaba una falta de espontaneidad poco seria. En el preciso instante en que su cara comenzaba a transfigurarse por la noticia, sus ojos comenzaban a buscar un lugar en el piso, un rincón apropiado donde caerse a "morir". No era que caía ahí, automáticamente en el sitio donde la noticia la encontrara. Para remitirse a los ejemplos dados, la vez que supo del viaje de trabajo de mi papá se tiró a llorar en un rincón del baño, diciendo "me muero, me muero, me quiero morir" como esperando el milagro de que la Parca pasara por allí, la viera así tirada y tuviese la piedad de llevársela. En el segundo ejemplo fue ella misma quien buscó encontrarse con la noticia y lo logró por más que la noticia intentó esquivarla a ella. Como buena idishe mame cumplía a rajatablas con la responsabilidad de contabilizar y controlar cada una de las reglas de sus hijas, esas que ella pretendía célibes desde que nos hicimos señoritas. – ¿Qué pasa que todavía no te vino el asunto?– me persiguió una vez que un desarreglo hormonal hizo que mi asunto se ausentara durante un par de meses. – ¿No tendrías que ir a un médico?– terminó proponiendo. – Ya fui, me mandó a hacer un estudio. – respondí finalmente. – ¿Un estudio para qué?– insistió y como semejante porfía me hizo entender que realmente quería saber le respondí. – Para saber si estoy embarazada. – Fue en el momento exacto que terminé de pronunciar la última palabra que la incertidumbre en su mirada me dio a entender que no, que no quería saber, que me estaba pidiendo, casi suplicando que le mintiera. Pero era tarde. Esta vez eligió el piso de la despensa de nuestra casa de Ciudad Evita para tirarse a llorar y esperar que la muerte viniera a rescatarla. Cosa que tampoco sucedió aquella vez. Años después, cuando recibimos la noticia del casamiento de una amiga que durante casi todo su noviazgo nos utilizó de excusa para pasar las noches con su novio mientras su madre pensaba que ella estaba en la casa de sus amigas del conurbano que no tenía teléfono (aunque tenía), mi madre expresó con evidente nostalgia de algo nunca vivido, su envidia. –Qué suerte que tiene la madre de fulanita– fulanita era nuestra amiga –, que la hija se casó de blanco como corresponde. – Pero mamá –protestamos mi hermana y yo– si vos sabés que fulanita le mintió a la madre. – Y, pero ella nunca supo y yo como ella hubiera preferido no saber. Creo que cabe aclarar en este punto que ella y mi padre, que se conocieron paseando por la calle y noviaron durante ocho años a escondidas, dado que podía suponer perfectamente el escándalo que la esperaba en su hogar, no practicante pero tradicionalmente judío, cuando se enteraran de que había elegido a un goy. – Traidora! Perra! Te vendiste! Ya no sos más mi hija! –fueron los gritos de mis abuelos moishes un año y medio antes de que terminaran casados (por iglesia y a escondidas) y viviendo un buen tiempo en la casa de mi Buba. El tercer registro del emocional y culpogeno castigo materno era el más pesado, aunque resulte difícil de creer. Cuando no era una situación que la sorprendía en forma desagradable, sino que la descepcionaba y enojaba, bajaba la cortina y, tal como ella lo definía, nos "mataba con la indiferencia". Eso, el silencio, el sentir que para ella ya no existías, era más pesado que todos las otras histriónicas reacciones. Pasando al estilo tano paterno. Los berrinches de mi viejo se zanjaban a los gritos pelados, con los ojos salidos de las órbitas, las palabras altisonantes pronunciadas entre los dientes apretados y las adjetivaciones más condenatorias durante una persecución que amenazaba con ser física culminaba con el hijo transgresor fugado hacia un sitio seguro y mi viejo "mortificado", como decía mi mamá, por las injurias que había pronunciado y por la pelea misma que nunca llegaba siquiera al cachetazo. La historia de mi padre con el tema de la muerte se zanjó y selló en su adolescencia. Ver esas reacciones desmedidas de enojo paterno me hizo suponer después cuántas veces habrá sido él mismo un espejo de lo que vivió más tarde. De la misma manera que yo con los años después me encontré repitiendo las mismas conductas que tanto detestè de chica en mis padres. La explosión, el me moiro, el te mato con la indiferencia. Las tres formas de expresar enojo y descepción fueron copiadas en mí como con papel de calcar y lamentablemente le apliqué esta combinación letal a mi hijo. Tuvieron que pasar mucho años y muchas cosas para que comprendiera que lamentablemente, eso de copiar lo que más detestamos de nuestros padres parece ser una regla inevitable. Tal vez evitable con análisis, comprención, ponerse en el lugar del otro y mucha terapia, cuando ésta funciona y no compite con la religión en la celebración del sufrimiento (Mona Achache, El encanto del erizo). Esta historia de la vida de mi papá es realmente trágica, tanto que me parece tiñó de tragedia posteriormente cualquier pelea o cualquier muerte venidera. Tenía alrededor de 12 años mi papá cuando tuvo una de esas trifulcas con mi abuela Lucía, su madre, quien lo mandó castigado a dormir la siesta. Cuando mi padre despertó de la misma y salió de su cuarto, encontró muerta a su madre en el piso. La historia familiar no precisa bien cuál fue la enfermedad que se llevó repentinamente a mi abuela. Sí es seguro que no se murió del corazón ni de alguna reacción física producida por un disgusto. Esta certeza no obstante y como es lógico nunca logró tranquilizar a mi papá que, impedido de ahorrarse a sí mismo y a los demás estos verdaderos ataques de furia, caía a posteriori de ellos irremediablemente en la culpa y en la necesidad contradictoria de reconcicilarse con el hijo receptor de tal ataque, sin perder autoridad. Desde esa experiencia, mi padre tomó como lema de vida nunca jamás irse a dormir enojado (de estos enojos específicos descriptos) con nadie. Era entonces, cuando se hacía la noche y todos nos disponíamos a dormir, que mi madre (seguramente enviada por él) se acercaba a nuestra cama con la excusa de arroparnos y le decía a quien se hubiese "peleado" con mi papá "Papá (porque así se llamaban mutuamente, papá y mamá, como si ambos se hubiesen parido), papá está muy mortificado". Era la frase clave que incitaba una conducta: la de levantarse para ir a darle un beso de buenas noches a papá, que compungido y con un fingido enojo mal disimulado estiraba su mejilla para recibir el beso de la reconciliación. Todavía tengo fresca en mi memoria la imagen de mi viejo y de mi hermano, entre quienes se sucedían las más increíbles contiendas, generalmente por nimiedades tales como interrumpir su larga lista de vinilos de tangos dispuestos en el combinado por un inesperado rock de Manal. El comedor de casa solía ser el sitio preferido para el intento de combate. Mi viejo corriendo a mi hermano por alrededor de la mesa, mi hemano sacando las sillas que previamente habían estado prolijamente acomodadas contra la mesa para obstaculizar el avance atemorizante de mi viejo, hasta alcanzar la puerta de calle y salir a esperar en algún lugar seguro que la bronca se diluyera. En estos casos mi madre declinaba la opción de encerrarse en el baño o en la despensa y prefería tirarse a llorar y clamar por la muerte en un rincón a la vista del escenario central del comedor y desde ella pudiera controlar lo que sucedía, como complemento de la escena. La voz de mi viejo y la de mi vieja se cruzaban como en un orgasmo apasionado: - Te mato – Me muero – Te mato – Me muero – Te voy a matar – Me quiero morir… Todo esto, ante nuestra atenta, sorprendida y atemorizada mirada, aunque bien sabíamos que las cosas nunca llegaban a mayores. Cuando mi hermano creció un poco esos gritos se vieron matizados por algún: - Te vas de esta casa – Si él se va yo también me voy, pero nunca pasó de allí. No existía la violencia física en casa, con los estallidos de mi papá –a eso mi mamá le llamaba leche hervida, como para no relacionar aquellas escenas con el sexo- alcanzaba para asustarnos. Pero nunca pasaba de allí. Creo que fue por todo esto que cuando vi Amarcord descubrí que no era cuestión de tanos o judíos, toda esa histriónica puja "educativa" era parte del folclore familiar de muchas familias de las más diversas tradiciones y culturas. (va escena de Amarcord como homenaje a Fellini) Otro de los recursos coercitivos, cuya eficacia siempre radicaba en la culpa, era el remanido "Si se entera tu padre te mata". Después de que mi papá tuvo su primer pre infarto, cada vez que mi vieja (siempre responsable de la conducta de sus hijos ante la mirada paterna) se enteraba de algo que consideraba reprobable, la frase fue reemplazada por "Si se entera tu padre se muere". La Buba Mis abuelos maternos llegaron de Odesa, nunca supe bien escapando de cuál de los procesos políticos, bélicos o revolucionarios de la época. Lo que cuenta la historia es que, a comienzos del siglo pasado, una gitana le pronosticó a mi Buba cuando era una adolescente que se casaría con un hombre bueno, del cual nunca estaría enamorada, que tendría siete hijos, tres de los cuales morirían jóvenes. No sé cuán real es la historia de la gitana y recordemos que entonces no había que ser muy adivina para saber que a las mujeres se las casaba jóvenes, sin mucha posibilidad de elegir dentro de las encerronas religiosas y también que la mortalidad infantil era bastante alta. Lo cierto es que la primera y única hermana de mi mamá, la mayor de los hijos, nació en Odesa. Mi abuelo las dejó a las dos allá para venir a hacer la América. La América que hicieron mis abuelos consistió en un almacén/fiambrería que más temprano que tarde quebró, motivo por el cual ese sector de la familia se empeñaba en asegurar que mis abuelos fueron de los únicos judíos que vinieron a hacer la América y no salieron de pobres. Una vez instalado en estas costas, mi abuelo se trajo a la Buba y a su primogénita, que a la edad de 8 años moriría al incendiarse el disfraz de papel crepé de carnaval con la vela que llevaba en la mano. Años más tarde morirían también su hermanito bebé de sarampión y el tío Enrique, el mayor de los varones y de quien mi mamá, la única nena que quedaba entre los hermanos varones vivos y la menor de todos, era la hermanita regalona. Al tío Enrique se lo llevó una meningitis antes de llegar a los 18 años. Como única hija mujer entre sus hermanos varones, cuando mi abuela enfermó y le pronosticaron un año de vida, la rescataron de la casa de Palermocrespo donde vivía para traerla a terminar sus días en casa. La Buba era una mujer dura, poco expresiva y para nada demostrativa en los afectos. Todo su amor nos entraba por la boca porque nunca olvidaremos sus especialidades culinarias y los caramelos que siempre llenaban sus bolsillos cuando llegábamos a visitarla y quedaban vacíos al despedirnos. Sumamente callada y cargada de gestos "pesados como juicios", describiría Benedetti. Así como yo forjé un estilo combinado de las diversas versiones maternas y paternas de enojos con los hijos, a mi mamá le tocó otro tanto. Era tan evidente la diferencia entre la efusividad de mi papà, que te estrujaba con sus abrazos y sus besos, con las demostraciones distantes y frías de afectos de mi mamá, que me recuerdo varias veces reclamándole: - Mamá, ¿Porqué vos no me das besos como papá? - Es que a mi no me enseñaron. O me enseñaron así. Cuando yo estaba más crecida mi mamá me contaba que mi papà le decía "Qué linda que está Amelia, qué ganas de darle un beso" y mi mamá le contestaba "A los hijos no hay que besarlos porque se malacostumbran". Esas también son cosas que se copian y se llevan a repetición aunque uno las deteste. Me recuerdo también de adolescente, tratando de zafar del tenaz abrazo paterno haciendo fuerza con los coditos, tal como lo hizo conmigo en su momento mi hijo. Pasaron, no un año, sino cuatro desde que la Buba se vino a vivir a casa, los gritos de agonía, el aumento de la morfina y el coma profundo preanunciaron el final. Mi hermano andaría por los 15 o 16 años, mi hermana por los 12 y yo por los 10. Uno de los preceptos familiares era, supuestamente, proteger a los chicos de las pompas fúnebres. Entonces lo primero fue avisar a los hermanos de mi mamá para que se vinieran a esperar la partida de la Buba en Ciudad Evita y mandarme a mí a la casa de mi tía en Castelar, donde fui contenta y convencida de que iba a jugar porque estaría con mi prima de mi edad. Era 24 de mayo, por lo que al día siguiente pasamos por un desayuno temprano y fui con mi tía y mi prima al festejo escolar del 25. Una vez en el acto se supo que había fallecido la madre de una compañerita de mi pirma y, terminado el acto, hacia allí partieron todos los chicos del grado con padres, docentes y yo. Era en una zona carenciada de Castelar. La casita era pequeña y el cajón dominaba casi todo el espacio de la habitación central de la casa donde se había instalado el velorio. Como no conocía a nadie allí, yo salí de la casa y me entretuve durante un buen rato jugando con un perrito que saltaba detrás del alambrado que cerraba a la calle el pasillo pegado a la casa donde se realizaba el velatorio. No sé cuanto tiempo pasó, pero en un momento mi atención se desconcentró de los juegos con el perrito para ver con sorpresa que el grupo con el que había llegado hasta allí, que incluía a mi tía y a mi prima, se había ido y ya estaba como a dos cuadras de distancia. Fue ver ese grupo de gente y salir corriendo con una desesperación que me duraría por meses. Llegué hasta donde estaban todos juntos, caminando hacia una parada de colectivo sin aire, y recién allí mi tía descubrió que me habían dejado olvidada en el velorio (tal como cuenta el personaje de Mi pobre Angelito). Durante muchos meses me atacó la pesadilla de verme en esa casa, olvidada, junto al cajón, preguntándome si me vendrían a buscar o si yo tendría que encontrar a mi familia, ante la mirada intrigada de los integrantes de esa casa a quienes no conocía. Esa misma tarde, mi hermana eludió la guardia pretoriana que mi viejo y los hermanos de mi vieja habìan plantado en la puerta del cuarto donde la Buba se despedía de este mundo, para hurgar entre los tesoros de mi abuela en busca de algún cosmético. La Buba exhalaba el ronquido de la muerte mientras mi hermana, ignorante de lo que ese sonido indicaba, dio con lápiz labial y el frasquito de esmalte rojo con el que la Buba todas las tardes se emperifollaba para sentarse en el porshe de mi casa a ver pasar una o dos persona cada hora. Alicia salió del cuarto para ver que, casi al instante, mis tíos y mi papá comenzaron a entrar y salir con movimientos de alarma, buscar un espejo, comprobar que no hay aliento, avisar a mi madre, darle el espacio necesario para que se arroje sobre el cuerpo de mi abuela gritando ¡Mamá! como si hubiese muerto inesperadamente y sentirse culpable por haberle robado a su abuela los cosméticos en el preciso instante en que se estaba muriendo. Muchos años tuvieron que pasar para llegar a compartir estas historias en nuestras conversaciones de adultas. Supe en esas conversaciones también que esa noche, durmiendo en la casa de junto vecina, Alicia sintió tocar insistentemente el timbre en mi casa con el temor de que fuese mi hermano que habría vuelto vaya a saber de dónde para no encontrar a nadie porque todos los adultos estaban en la Capital velando a mi abuela. Fue también en esas conversaciones que el vaya a saber dónde de mi hermano no era otra cosa que los "Pinitos", una zona boscoza del barrio donde los chicos jugaban a la pelota y los menos chicos como mi hermano se escondían para su debut sexual. La primera salida familiar conjunta, luego de la muerte de la buba, fue a Luján. Con mis diez años cumplidos, en la basílica consideré que ya era lo bastante grandecita como para decidir confesarme por mi cuenta. El cura del confesionario me sacó de mi error. En cuanto preguntó si había tomado la comunión, ante mi respuesta negativa me sugirió comprar unos libritos en la puerta para cumplir ese rito. Yo me había sacado todos dieces en el medio catecismo que llegué a cursar y la palabra venta junto con la palabra religión ya me hacía ruido desde hace tiempo. Bajé las escaleras del fastuoso templo, mirando con desprecio a los fenicios de creencias y ese fue el fin de mi relación con todas las religiones. Como empecé contando, yo me crié entre el me moiro y el ti ammazzo. Tuvo que pasar más de medio siglo para descubrir que es muy dificil salir de la encerrona que provocan el miedo y la culpa. Que en todo caso, si uno logra que el miedo no lo paralice, es más fácil instalarse en la rebeldía para salir del miedo; pero que de la culpa es más jorobado, y en el monopolio religioso de la culpa tanto el me moiro como el ti amazzo andan empatados.  Hasta aquí algunos recuerdos e historias de mis primeros 10 años de vida. Llegué a esa edad con el significado de la palabra angustia ya instalado en el pecho. Llegaba así al final de la década del sesenta y todavía, a nivel personal y a nivel nacional, me faltaba conocer y pasar por lo peor.

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