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lunes, 10 de septiembre de 2012

Por amor al arte

La música entró en mi vida por la radio y las reuniones familiares, más tarde por la tele y el tocadiscos llegó unos años después. Desde chica tuve facilidad para aprender de inmediato las canciones que me gustaban. Las cantaba a voz en cuello y si no tenía ninguna vergüenza de quien me pudiera escuchar, mucho menos tenía conciencia de que alguien pudiera juzgarme por lo que escuchaba. La voz fluía limpia y no exagero cuando digo que mi registro alcanzaba a la vilipendiada Gina María Hidalgo, a quien en mi casa tildaban (injustamente, siempre creí) de cantante lírica frustrada. Esta afición hizo que rápidamente, cuando se designó a una maestra para preparar los actos en mi escuela primaria, fuera convocada para formar parte de lo que constituyó un intento de coro. Habremos sido diez los alumnos agrupados inicialmente en un aula desocupada y muy soleada. La maestra trajo varias canciones folclóricas para practicar y durante un buen rato intentó sin suerte sacar de ese grupo algo que sonara armonioso. Con paciencia y entusiasmo, al ver que la cosa no funcionaba, recuerdo que intentó comenzar por el principio y lograr aunque más no sea una escala que sonara bien. No había caso. Entonces hizo callar a todos y me pidió que fuera yo sola desde el do hasta el si para que todos vieran cómo hacerlo. Arranqué con entusiasmo y deleite hasta que, al llegar al sol, algo que no pude precisar en la mirada del resto de mis compañeros no me hizo sentir bien, por lo que rematé con un si en falsete, desentonado y chirriante que lastimó los oídos de todos. Creo que ya entonces tomé la decisión de rehuirle a la competencia entre pares y de ocupar el lugar de ejemplo para nadie. No se si fue por eso, si fue ese mismo año o más tarde, pero lo siguiente que recuerdo es haber elegido una canción que yo conocía bien del repertorio que trajo la maestra. Si no me equivoco era la Canción del adiós que yo tenía bastante escuchada por Horacio Guaraní en la radio. Debía ser cierto que cantaba bien porque en un momento, la maestra me interrumpió y llamó a otras docentes para que escucharan mi interpretación.
Yo cursaba entonces tercer grado, es decir que tenía 8 años cumpliditos y era todo lo pavota que se puede ser a esa edad. Me pusieron a preparar la canción con el único alumno que tocaba el piano en la escuela. No sé si él andaría por séptimo grado pero por su altura era casi seguro. Es más, era tan alto que parecía alumno de escuela secundaria, pero en mi escuela primaria no funcionaba un secundario de modo que no podía tener más que 12 años. Flaco, blanco pálido, tímido al extremo y con todo el aspecto de ser un hijo único muy sobre protegido, controlado y mimado.
Recuerdo claramente que yo estaba en tercer grado porque un día vinieron a buscarme para ensayar al aula de primer piso donde lo cursé. Me llevaron a otra aula vacía, a la vuelta del pasillo, donde ya habían ubicado al piano y el pianista estaba sentado frente al instrumento, dispuesto para la práctica. La maestra nos dejó trabajando, yo me largué a cantar y él tanteaba los acordes buscando los correctos para acompañarme. En algún momento la cosa empezó a sonar bastante bien, el piano y mi voz se fueron fusionando armoniosamente y en un momento todo fue música. Los ojos semicerrados y el alma puesta en las notas que brotaban de mi garganta con fluidez, emocionada al sentirme por primera vez, especialmente acompañada por un piano. Sospecho que andaba por la parte más intensa de la canción, si no me equivoco y fue otro tema dado que la Canción del adiós no me parece muy escolar. Pero si realmente fue esa, debía andar por la parte que dice "Este cariño mío, apasionado y loco, me lo sembré en el alma, para quereeeerte asiiiií...". Tan ensimismada estaba en ese climax musical que no advertí en qué momento fue que el piano dejó de sonar. Sólo se que abrí los ojos al sentir unos labios cerrados en pico sobre los míos, para ver al largo y tímido muchacho, tomándome por los hombros. Ahora puedo imaginar lo que debe haber sido la escena de ese larguirucho sensible que sin dudas no pudo resistir el impulso de besar a ese chichón del suelo canoro que era yo (si hoy no supero el metro cincuenta y cinco, imagino lo diminuto de mi aspecto entonces). Lo cierto es que, muerta del susto, salí corriendo, pegué un portazo, volví a mi curso, entré con un permiso musitado en un hilito de voz y tomé asiento sin decir palabra. La maestra siguió dando clase sin preguntar palabra y habrá dado por sentado que el ensayo había concluido. Nunca dije una palabra respecto de lo que había pasado, ni en la escuela ni en mi casa. Tampoco recuerdo haber hecho otro ensayo ni haber cantado sola sobre el escenario acompañada por este alumno. Así que lo más probable es que él, muerto de  miedo,  haya contado lo que pasó y, ante mi silencio, toda la situación se haya disuelto en la nada. Para mí, el  hecho quedó recluido al olvido por muchos años. Cuando pude recordarlo siendo mayor, imaginé lo mal que la debe haber pasado este chico. Nunca se me ocurrió pensar que tal vez que dejé pasar impune a un proyecto de violador. Si recuerdo con certeza que su actitud no tuvo ni el más mínimo tizne que me permitiera pensar en algo pecaminoso. Hasta me sentí mal por él y creo que por eso no lo denuncié. Fue simplemente un impulso inevitable, motivado por amor al arte.

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